Comentario
La sospecha de que los judíos causarían problemas en Palestina se materializó pronto. Su creciente número y posibilidades económicas chocaron con la vieja, pobre y atrasada sociedad árabe de la región y comenzaron las fricciones y las guerras más o menos declaradas. Las tensiones subieron de tono con el acceso de Hitler al poder, y sus leyes antisemitas lanzaron hacia Palestina a nuevos inmigrantes, más preparados, cultos y con mayores medios. La guerra entre la vieja sociedad árabe y los recién llegados forzó al Reino Unido a publicar el Libro Blanco, que condenaba a los judíos a vivir en Palestina en permanente minoría.
Pero la II Guerra Mundial cambió la situación. Cuando terminó, en 1945, el mundo conoció el espanto del Holocausto: los nazis habían exterminado a la mitad de los judíos europeos, a más de cinco millones de seres indefensos, cuyo único delito era ser judíos. El espantoso descubrimiento proporcionó a los supervivientes más determinación y unidad: era imprescindible la creación del Estado judío. También sirvió para promover un ambiente de culpabilidad y compasión que, primero, hizo posible la entrada de más de cien mil judíos en Palestina, superando las cuotas establecidas y, segundo, puso en marcha un proyecto de partición del territorio entre los árabes allí establecidos y los judíos llegados durante el último medio siglo.
La convivencia en Palestina era imposible. Árabes y judíos desplegaban toda su furia en atentados terroristas mutuos o contra las tropas británicas del Mandato. El 26 de noviembre de 1947, la Asamblea General de la ONU votó a favor de la partición. En otra etapa de veinte años, el sionismo había alcanzado la meta: del Hogar judío había pasado al Estado de Israel. No dejan de ser chocantes los fenómenos que propiciaron tal avance: el colonialismo y el nazismo; es decir, primero Balfour, disponiendo de una tierra ajena y, segundo, Hitler, golpeando las conciencias con millones de cadáveres.